sábado, diciembre 22, 2007

Hacia tiempo que no me invadía esta sensación despues de haber asistido a una sala de proyección y creo me faltan palabras para describirla. Yo reconozco que soy, en general en la vida, exigente, quizá exagerado, pido demasiado a eso que llaman arte y en el cual, perdónenme los muy habituales devoradores de palomitas que desean pasar un par de horas de simple entretenimiento y evasión, incluyo al cine.

Era casi un chaval, habitual devorador del género, cuando me fasciné por una novela llamada Soy leyenda, fundacional tal vez en un modelo que sirvió a George A. Romero para crear su ya mítica La noche de los muertos vivientes y que ha sido repetido hasta la saciedad, siendo quizá Romero el que con mayor fortuna y ambición ha sabido plasmar la amenaza zombie (o similar) en el celuloide.

Ésta muy valorada novela fue escrita por Richard Matheson, autor de las también adaptadas al cine y excelentes novelas El increíble hombre menguante, La mansión del infierno o el relato corto El diablo sobre ruedas, que también haría múltiples guiones para cine y televisión.
Soy leyenda ya había sido adaptada en otras ocasiones: una parece que muy fiel del año 64 con Vincet Price, la muy conocida versión con Charlton Heston (que a mí no me gusta, pero que al menos tienen la vergüenza de cambiar de título) e incluso un corto español del año 67, que aparece en el imdb, de la Escuela Oficial del Cine.

Pues bien, dicen que avalada por el propio Matheson (cosa que no me creo, a no ser que el escritor sea, como diría Burt Lancaster en cierto western, "uno de los hombres más corruptibles"), llega una nueva adaptación realizada con muchos medios (la perversión de la tecnología digital también influye en el desastre). No sé muy bien como empezar a contar el cúmulo de despropósitos que resulta la película protagonizada por Will Smith (actor que, a poco que se esfuerce, será cojonudo; posee un voz excelente sin nada que ver con el que creo que es su doblaje desde los tiempos de la serie de TV que le dio a conocer). Hay quien ha alabado el comienzo del fin (la atmósfera, dicen), no es que sea gran cosa es que comparado con lo que viene después se convierte en algo medianamente valorable.

Miren, no voy a insistir en la mediocridad de todo de lo que se compone el film, copiado de películas mil veces vistas, de la "brillante" idea de convertir a los infectados (en la novela, se les consideraba vampiros y se daba una explicación científica al vampirismo, otra virtud del original) en monstruos digitales de increíble fuerza y agilidad (la explicación brilla por su ausencia, así como de la inteligencia de estos nuevos seres), de convertir al protagonista en un militar que mata sin compasión (sí, en la novela también pero el estremecedor final hace que todo cambie y que nuestros valores sean puestos en entredicho)... no voy a insisitir en toda la mierda de esta película que sería inacabable, y con más motivo si la comparamos con su origen literario.
Voy a hablar de la traición y perversión intelectual que supone cambiar un final extraordinario en aras de dar rienda suelta a los peores defectos de Hollywood: banalización, violencia irreflexiva e incapacidad para transmitir ideas (más allá de no sé si llamarlo "pensamiento único", o qué coño llamarlo). Les aconsejo que lean ustedes en estas fiestas la novela de Matheson y no asistan a ver su adaptación, por lo que no atiendan a mi última explicación.

El final del relato literario es una reflexión sobre el concepto de "monstruo", definido por lo que la sociedad considera la "normalidad". Robert Neville, el último ser humano sobre la tierra, es finalmente juzgado por una nueva civilización nacida a partir de un punto evolutivo que se había considerado enfermedad en un principio. Neville, que había asesinado a multitud de esos seres, es el monstruo criminal convertido en leyenda que asusta a los niños.
En esta película incalificable, su leyenda es haberse convertido en un héroe que inventa un antídoto para salvar a la humanidad. No me digan ustedes que no es para echarse a llorar.

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