domingo, enero 27, 2008

Antes de acercarme a ver la última película escrita y dirigida por Paul Haggis, En el valle de Elah, apenas había leído algún comentario sobre su calidad indiscutible y lo devastador de su crítica hacia ese horror que es la Guerra de Irak. Un comentario del propio guionista y director en el que dejaba claro que había tratado de ser respetuoso con el ejército me hacía temer lo peor. Una vez vista, me ha demostrado una vez más que no hay nada como contemplar una obra apartado de prejuicios y dejar a un lado los clichés. Porque los clichés de la derecha sabemos de sobra que son reduccionistas, en el mejor de los casos, o falsarios las más de las veces, pero muchos de otros lugares comunes, pretendidamente progres algunos de ellos, obstaculizan un análisis serio de la realidad: atribuir todos los males a la actual Administración estadounidense -como si con un gobierno demócrata la política exterior fuera a ser muy diferente-; o la crítica a una guerra "por haber sido una equivocación", es decir una invasión militar que obedece a intereses geoestratégicos y económicos, con el subterfugio derechista de ser una intervención necesaria para acabar con un dictador -de lo de las armas de destrucción masiva ya no se acuerda casi nadie-, es "criticada" por haber convertido la zona en un polvorín y por haber causado numerosas víctimas civiles -bueno, en esto no se insiste demasiado, la auténtica cifra de muertos puede que no la sepamos nunca-. Miren ustedes al Partido Popular de este país, ese monstruo conservador de raíces franquistas, contemplen ustedes a esos políticos que muestran ahora su cara más amable de cara a una nueva pantomima electoral y que formaban parte de un gobierno que comenzó una guerra infame -¿hay algun gobierno que no inicie su particular guerra?, ¿hay algún conflicto bélico que no resulte perverso?- y cómo nos mostramos impotentes a la hora de pedir responsabilidades a esa panda de tecnócratas mediocres, viles hombrecillos cuyos actos gobernantes afectan a la vida de las personas como a peones de una partida de ajedrez y se empeñan en que no tengamos apenas memoria y empleemos nuestros tiempo diario en temas baladíes. Es decir, como dijo una vez Mariano Rajoy, y como insisten continuamente ciertos medios -basándose, tal vez, en la instrumentalización que del conflicto pudieran haber hecho otros grupos políticos-, la Guerra de Irak es "algo del pasado", todo el sufrimiento que ha causado y que sigue causando debe ser una especie de fenómeno de la naturaleza, para nada consecuencia de las decisiones de una clase dirigente benévola.
Perdonen ustedes la pequeña digresión y el feroz discurso sobre el tema en cuestión, pero quería realizar una declaración de principios antes de tratar de analizar una película que me ha entusiasmado: cuando veo una intención anti-belicista en una obra, deseo que la crítica vaya más allá de la visión humanitaria, que suele humedecer ojos pero que no creo que cale demasiado en el intelecto humano, y nos haga ver lo perverso de la institución militar -y cuanto más incisiva, mejor-. Es decir, basta de análisis donde se focaliza la culpa únicamente en determinados elementos indeseables que se exceden en el ejército, y éste se ocupa finalmente de limpiar su propia mierda, y abunda, por lo tanto, en la legitimación de una institución -y, por extensión, de un mundo injusto- que no es sino el brazo armado de los Estados, es decir, allí donde el autoritarismo, la coerción y la violencia se manifiestan abiertamente. Esta película lo consigue en gran medida, aunque lo que no deja claro -sería ir muy lejos, y supongo que Haggis quiere volver a trabajar en un futuro- es que si las iniquidades que realizan los envilecidos soldaditos en las guerras son el "pan nuestro de cada día", hay toda una jerarquía militar que acepta tamañas barbaridades como inherentes a la naturaleza bélica. En la película, con todo lo que tiene de agradecimientos y dedicatorias, se vislumbra tal cosa, y voy a tratar de explicar por qué yo he entendido eso y por qué la crítica de la película al patriotismo y militarismo va más allá de un conflicto concreto.
Paul Haggis es un tipo de reconocido talento, sus últimos guiones dirigidos por Clint Eastwood son de una calidad indudable y su película anterior, Crash, aunque cinematográficamente discutible para mí en algunos momentos, tenía tal fuerza y un discurso tan contundente -ya saben, la misma policía que cuida de nuestras vidas es capaz de jodernos en cualquier otro momento-, que hacia prever una prometedora carrera como director de un hombre con ganas de indagar en la basura de una sociedad con evidentes patologías. Efectivamente, En el valle de Elah no decepciona al respecto. El argumento comienza con el ejército comunicando a un hombre -un inmenso Tommy Lee Jones- que su hijo marine destinado en Irak ha desaparecido de su base. Jones compone un personaje que transmite verosimilitud contextualizado en la nación más poderosa del planeta: ex-policía militar, hombre conservador, religioso, con la firme convicción de que su hijo ha ido a instaurar la democracia en aquel país y, como veremos más adelante, racista y violento cuando cree dar con el hombre que ha asesinado a su hijo -"espalda mojada" es un término repugnante, clarificador al respecto, y que nos recuerda otra buena película dirigida y protagonizada por él mismo Jones, y escrita por el ahora prestigioso Guillermo Arriaga: Los tres entierros de Melquiades Estrada-. Un hombre que sufrirá una evolución, de la nada más absoluta en la que se sostiene todo lo que cree a la terrible realidad. El detalle inicial de la bandera -la bandera de las barras y estrellas-, izada al reves y corregida por el protagonista -el cual explica qué significa tal cosa, importante retener esto para estremecerse al final del film-, servirá de emotivo colofón a la historia de un hombre que ha descubierto que sus convicciones estaban sustentadas en el horror y la mentira; descubrirá que el concepto de héroe y el enfrentamiento con los monstruos, que sirve de bella metáfora en el cuento bíblico que da título al film, supone un mirarse en el espejo y recibir una sobredosis de una terrible realidad que nos transforma tal vez para siempre. Haggis nos muestra qué es lo que hay que hacer con las banderas -es decir, con los nacionalismos-, sucias, putrefactas, símbolos decadentes de una humanidad dividida y de un mundo injusto. Recomiendo disfrutar de cada momento de esta película, que bebe de la mejor serie negra, con un guión excelente en el que cada pequeño detalle -como el del apodo del marine desaparecido, absolutamente terrible- cobra sentido al final de una obra en la que es difícil encontrar imperfección alguna.

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