Si uno pudiera ser piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
Franz Kafka

Estas palabras se oyen al final de El deseo de ser piel roja (Alfonso Ungría, 2001), con la voz de un Pepe Sancho inmenso. Ungría utiliza como premisa este texto de Kafka para construir una película, en muchos aspectos fascinante, que trata de reflejar el ansía de libertad del hombre y su pesar por los paraísos perdidos. Es un argumento valiente de un film, que, por lo visto, tuvo problemas para estrenarse el año de su producción, al coincidir con los terribles atentados del 11 de septiembre. El terrorismo, sin lectura política, con intenciones simbólicas (pero no por ello menos delicado el asunto), está presente en una película en la que recupera a un personaje (interpretado, en esta ocasión, por un buen actor, muy popular en la actualidad por cierta serie televisiva, como es Miguel Hermoso) que ya había visitado, en su versión adolescente, en África (1996), un personaje errático, recluido en la ciudad de Tánger, que se encuentra con un misterioso hombre interpretado por un grandioso Pepe Sancho, que parece una versión madura de sí mismo; la pareja de este último, interpretada por la siempre eficaz Marta Belaustegui, completa un trío de personajes marginales, perdedores si se quiere, pero que continúan soñando pese a todo. El deseo de dinamitar el progreso,

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