miércoles, enero 30, 2008



Mario Camus es, en mi opinión, el mejor cineasta de su generación -a la que pertenecen, entre otros, Saura o Borau-. Demuestra un especial talento para las versiones en pantalla grande o pequeña de escritores como Calderón, Aldecoa, Galdós, Delibes, Lorca, Barea..., falla lamentablemente en la ambiciosa adaptación de La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza -lastrada por un horrible actor francés de apellido hispano-. Hombre parece que tímido y discreto, se ha dedicado a dirigir películas en los últimos años que tienen un indudable interés, pero que no han supuesto grandes éxitos, no han acaparado demasiada atención mediática ni le han terminado de otorgar a Camus el prestigio que merece. Destacan sus análisis, para nada distantes ni faltos de valentía, de la banda terrorista ETA en Sombras en una batalla -donde también aparece el terrorismo de Estado- o en la más reciente La playa de los galgos; Adosados es un cuento terrorífico que muestra el patetismo y debilidad de la vida familiar en la modernidad, que tiene su origen en una novela de Felix Bayón; El color de las nubes puede considerarse una película de propósitos similares a su última producción, El prado de las estrellas, fábulas morales de ritmo pausado, que contienen varias historias y situadas en los hermosos parajes cántabros.

El prado de la estrellas es una decepción a medias. Se puede decir que la película es lo suficientemente hermosa y vitalista para que la balanza se decante del lado positivo frente a lo que yo creo que son importantes defectos. Recuerdo un comentario de Belén Copegui en el que sostenía que cuando se acusaba a una película de ser excesivamente discursiva era porque no gustaba de lo que estaba hablando. No le quiero quitar razón a la escritora, máxime en este país tan plagado de reaccionarios que acusan a los cineastas de hacer excesivo "cine social" -ya me contarán qué significa tal cosa- y de estar vendiendo continuamente ideología -me dirán qué ideología es esa, mejor no porque prefiero no oir tonterías-. El caso es que la nueva película de Marío Camus tiene un hermoso discurso que subscribo, pero donde hay quizás demasiadas intenciones didácticas y excesivo énfasis en la defensa de los sentimientos e intenciones de los personajes centrales -¿es necesario dejar clara la independencia de la chica hasta el punto de que sus dos pretendientes sean tan obtusos?-. Tal vez haya sido la intención del experimentado escritor y cineasta mostrar a los personajes que representan ese terrible progreso, un capitalismo depredador que acabará con la buena memoria, de una manera plana y grotesca, con una maldad extrema -esos hijos de la anciana sin ningún sentimiento, esos lacayos más dignos del contexto de Los santos inocentes...-, pero a mí me hizo revolverme en mi asiento. Lo que representan esoso personajes "negativos" es igual de terrible aunque se les hubiera dibujado con algo de humanidad. Resulta hermosa la integración del deporte con la naturaleza y ese volcarse de unos ancianos en un joven con talento para una actividad, al que tratan de inculcar pasión por la vida en general -ese profesor, también estereotipado, pero no exento de simpatía-, pero de nuevo me pregunto si es necesario que se sacrifique la credibilidad y se caiga en un maniqueísmo que bordea el patetismo cuando se muestra de nuevo el tópico de unos profesionales torpes o malvados -esta vez, de profesión periodística-. Una película tal vez demasiado ambiciosa, con sus elementos no muy bien ensamblados, con interpretaciones desiguales, pero de hermosos parajes -en los que se recrea gracias al ciclismo- e intenciones. En una película supuestamente fallida de Mario Camus podemos encontrar más cine que en gran parte de las producciones que haya en ese momento en cartelera.


Como curiosidad en su extensa carrera cinematográfica y televisiva, como director y guionista, hay que mencionar un "western" dirigido a principios de los 70, situado en la Valencia de finales del siglo XIX y protagonizado por Terence Hill, el cual interpreta a un pistolero contratado por los caciques del lugar para asesinar a un agitador -en sus emotivos discursos pueden reconocerse textos literales de... ¡Durruti!, simpático guiño que pasaría desapercibido a los imbéciles de la censura-.

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