jueves, marzo 06, 2008


Hana Makhmalbaf es una chavala de 19 años, perteneciente a una reconocida familia de cineastas iraníes, que presentó su primer cortometraje cuando solo tenía 9 años de existencia. Buda explotó por vergüenza es su primer largometraje de ficción y resulta una obra sorprendente, conmovedora y necesaria. En Afganistán, muy cerca de una estatua de Buda que destruyeron los talibanes, vive Baktay, una niña de 6 años que desea ir a la escuela y se ecuentra con la oposición de unos críos que reproducen en sus juegos el cruel fanatismo de sus mayores: la represión del fanatismo religioso o la guerra del imperialismo -también llamado "lucha contra el terrorismo"- norteamericano. Especialmente terrible es la secuencia donde los chavales emplean piedras auténticas, después de que el espectador asista a sus "juegos" donde las armas son substituidas por ramas de árboles o los cazas estadounidenses tienen forma de cometa.
Si Hitchcock, como dice la leyenda, recomendó no trabajar nunca con niños, animales o Charles Laughton, Hana realiza su película íntegramente con criaturas de corta edad, y lo hace con un envidiable talento en la "dirección de actores", para mostrar la odisea de Baktay para adquirir algo tan básico como su material de escuela -impagable el detalle del lápiz de labios usado para escribir- y su posterior empeño inútil en aprender en la escuela. El guión del film está realizado por la madre de la directora, Marzieh Makkmalbaf y desconozco si estaba todo en la escritura o se ha improvisado gran parte del material en el rodaje. Probablemente, se trate de esto último, lo que otorga mayor valía a una película que debería despertarnos un poquito más sobre el mundo en el que vivimos, donde los chavales son las principales víctimas de las mierdas heredadas por sus adultos. Estoy seguro que una secuencia tan emotiva en su simpleza, y tan representativa de lo que es el cine, como es la del seguimiento del barquito de papel, confeccionado simbólicamente con una hoja del cuaderno que tanto le ha costado adquirir a Baktay, en el curso del río es obra de la espontaneidad de una cineasta con las ideas claras. El uso comedido de la música, inexistente en gran parte del metraje, que precede y enfatiza algunas las secuencias más terribles, me parece otro acierto más. Las frases finales de la película y su última imagen no suponen ninguna concesión a la historia.
La obra es claramente una alegoría sin apenas desperdicio sobre el fanatismo e injusticia de la vida en esos países, ejercido principalmente sobre las mujeres y aprendido por las criaturas desde corta edad. Lo tierno y divertido de algunas secuencias no debería hacernos olvidar el horror que conllevan. Un ejemplo de cine de calidad, excelentemente escrito, realizado e interpretado -la naturalidad de los críos es sorprendente-, con un equilibrio igualmente admirable entre dureza y ternura, que habla de la triste realidad de muchos países y que de nuevo demuestra que el cine social y comprometido no es sinónimo de aburrimiento. Otra cosa son las personas que prefieran cerrar los ojos o utilizar el cine para la tan manida y cansina evasión.

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