martes, marzo 25, 2008

Pues eso, que tras la desaparición de Azcona -y de Fernán Gomez hace unos meses- pocos dioses sagrados de la cultura cinematográfica nos quedan. Un tipo que escribió películas como El verdugo, Plácido, El pisito o El cochecito ya se merece no una calle o un monumento, se merece al menos una ciudad con su nombre. Si a eso añadimos una capacidad de trabajo admirable que le hizo escribir hasta el último momento -desconocía yo que sufría un cáncer de pulmón- y una mente lúcida con la que nos deleitó en numerosas entrevistas y debates -en los últimos años, antaño parece que no era muy amigo de la luz pública, lo cual hace que me haya caído aún mejor este hombre-.
Azcona atribuía la autoría de una película al director -a su talento para interpretar la escritura-, lo cual es de una generosidad increibe por parte de un guionista de su altura. No se reconocía tampoco excesivo talento literario para que se editaran sus obras, se consideraba un novelista frustrado... ¡tiene narices!, ¡con la cantidad de cretinos petulantes que publican en este país!

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