lunes, abril 14, 2008

Cuando vi Historias del Kronen en su estreno en la gran pantalla, tenía una edad similar a la de sus protagonistas. Recuerdo, con cierta vergüenza, que me pareció una película nimia, reduccionista, de escaso mensaje y pretensiones, fui incapaz de ver sutileza alguna en una historia que me pareció extremadamente simple. Un joven cretino como era yo, cargado de ambiciones morales, no podía consentir que se hiciera una retrato de la juventud cercano a un nihilismo destructor. Sin embargo, y ocurre esto muy a menudo, en una segunda visión encuentras elementos que, por tu estado de ánimo o por el motivo que fuera, no te resultaron atractivos. No sé el tiempo que tardé en volver a ver Historias del Kronen. Quizá me animó a ello lo mucho que me gustó otra adaptación de Mañas, Mensaka, esa sí, la consideré una historia cargada de matices, con personajes muy ricos. Curiosamente, he leído ambas novelas y apenas reconocí en ellas, reducidas a una mera anécdota en la que apenas aprecié valor literario, el valioso material e intenciones que sí he percibido en sus adaptaciones cinematográficas (las dos películas, tan hermanadas a priori, y tan distintas). En el caso del film de Montxo Armendáriz, me resulta curioso cómo la fascinación se produce en mí una y otra vez con cada visión, sin que pueda encontrar apenas defectos para la historia que creo que se quiso contar. Me resulta fascinante este retrato generacional feroz que se hace en la película, encabezado por un protagonista cuyas frases de cabecera ("el mañana no existe", "la amistad es para los débiles") y actitud chulesca y de un social-darwinismo de andar por casa no tienen desperdicio. Se subraya una y otra vez la ausencia de valores de este cabecilla de un grupo de chavales que deambulan por la noche madrileña (sexo, drogas y alcohol por doquier) y no creo que se desee quitar ni un ápice de responsabilidad a un individuo fuerte e inteligente y que ejerce su libre voluntad, pero se deja claro el marco donde se ha creado y actúa este tipo: una familia burguesa, donde la comunicación brilla por su ausencia y el consentimiento o el mirar hacia otro lado es un hecho cotidiano ("nos jugamos la vida porque no nos dejáis hace otra cosa", le reprocha Carlos a su padre, no sé si manifestando una queja o una reivindicación demasiado retórica), y una realidad social y política en la que la corrupción y el crimen se repiten en los telediarios. Solo el personaje del abuelo, al que se adivina antiguo militante de alguna actividad política, actúa de contrapeso y ejerce alguna influencia sobre el protagonista. Es ese abuelo, cuyo precepto para mantener la verdad en cualquier situación (imperativo categórico tan sencillo como necesario en el mundo en que vivimos) terminará por despertar algo en un chaval que se aclara finalmente que no es el más miserable de la película (la cobardía y falsedad del personaje de Jordi Mollá configuran un arquetipo quizás más reconocible que la maldad pura del líder interpretado por Juan Diego Botto). Son estos dos personajes, de familias acomodadas, los más nefastos en el conjunto de la historia. El resto son o chavales que deben buscarse la vida (aunque sus motivaciones sean similares, la responsabilidad o ausencia de tiempo de ocio les impide hacer demasiado el estúpido) o jóvenes de carácter más débil que sufren el abuso y las frustraciones de otros. Una curiosidad, frente al fatal desenlace de una historia condenada a ello de antemano, es la reinvidicación creativa que ejerce la música (de manera más evidente en Mensaka). En ella, se manifiestan los deseos de la juventud de no formar un engranaje más de la sociedad, pero sin ningún asomo de revolución social. Lo desesperanzador de esta película es que muestra los síntomas de una sociedad enferma, pero no da pistas de su curación (tampoco era su objetivo).

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