domingo, abril 06, 2008

Tengo una encendida polémica, ayudada por alguna que otra copa, sobre en qué medio los intérpretes demuestran su auténtica valía. Ante la afirmación de que "un actor demuestra su calidad en el teatro", me revuelvo, no por querer defender el cine, por no tenerlo del todo claro. Lo hilarante del asunto es que creo que la discusión está motivada por una defensa que hago nada menos que de José Coronado -y el deseo de ver Todos estamos invitados, última película de Gutiérrez Aragón, que protagoniza-. Coronado, para mí, parece haber tenido una evolución más que interesante, regalándonos estimables interpretaciones en buenas películas de los útlimos años como La caja 507 -un papel muy, muy complicado-, La vida mancha o La distancia. Sí, el desprestigio del actor es notable, en gran parte por su curriculum televisimo -y no sé si también por su vida personal, creo que aparece bastante en los medios-, pero ya digo que yo le juzgo por su trabajo actual. En cualquier caso, hay que ser bastante bruto para tener la oportunidad de trabajar durante tantos años en diferentes medios y no ser capaz de aprender. ¡Si hasta alguien tan nefasto como Alec Baldwin acaba teniendo alguna buena interpretación! Volviendo al asunto de la polémica, no tengo tan claro si un buen actor lo demuestra mejor en la escena teatral, lo que si sé es que la fragmentación desordenada que supone la realización cinematográfica es nefasta para interiorizar un personaje, por lo que el trabajo del intérprete se complica y puede ser por ello muy valorable. Se ha dicho que Ken Loach rueda sus película de manera cronológica en aras de una mayor verosimilitud, pero no creo que ello sea posible del todo y requiere mucho esfuerzo y coste para el equipo técnico. Disfruto mucho del teatro, pero es cierto que demasiado a menudo parecen sobreactuados los actores, quizá por ello la "declamación" tenga varias acepciones: es tanto el arte de decir o recitar en el teatro, como un discurso pronunciado con demasiado calor y vehemencia. Fernando Fernán Gómez acabó abandonando el teatro, hastiado del comportamiento de cierto público, y dijo de manera brillante y divertida: "Lo dejo porque no me gusta que me miren cuando estoy trabajando". Me quedo con aquella secuencia de la obra maestra -en todas su versiones, radiofónica, teatral o cinematográfica- de Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte, en la que el viejo cómico de teatro es incapaz de interpretar en una película, donde se pide sobriedad y contención y él no puede evitar gesticular y exagerar el tono, una miserable frase sin importancia. Recientemente, en la llamada Noche de los Teatros de Madrid, tuve oportunidad de disfrutar de un emotivo espectáculo teatral, dirigido por Emma Cohen, que recogía algunos momentos de la obra. El escritor de la obra ya había desaparecido y el actor que lo substituía en el papel del viejo cómico arrancó las risas del público en la secuencia que he descrito. Sin embargo, Fernán Gómez lo hizo mejor en la gran pantalla.

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