domingo, mayo 04, 2008

Wayne Wang es un director capaz de acertar de pleno, y regalarnos cine de altura, o de realizar películas auténticamete bochornosas. Es de agradecer que haya dado de nuevo en la diana con la bella Mil años de oración (basada en un relato de Yiyun Li, traducido como Mil años de buenos deseos). Durante poco más de 80 minutos el film nos cuenta, con golpes de humor cargados de humanidad, la visita que un anciano chino jubilado, comunista convencido, realiza a su hija en un pueblecito de Estados Unidos. Asistimos durante gran parte del metraje a la relación distante y misteriosa entre esas dos personas, a pesar de la insistencia del padre en interrogarse sobre las evidentes carencias de su hija. La película reposa, tal vez, sobre aguas tranquilas, pero no resulta lenta ni en absoluto pesada, debido en parte a su metraje; todo lo contrario, me resulta complicado buscar el más mínimo error en la escritura y realización de esta gran obra. La dramática incomunicación familiar encuentra su contrapeso en ese emotivo entendimiento que el extranjero protagonista realiza con personas de diferentes nacionalidades, hablantes de otras lenguas (y que, en algún caso, tienen ideas políticas antagónicas, como esa señora iraní, de la cual descubrimos su feroz anticomunismo con un simple gesto, que establece una impagable amistad con el anciano chino). La lengua es la protagonista en una increíble revelación que la hija realiza a su padre, acerca de la necesidad de aprender otro idioma cuando el tuyo de origen no te facilita expresar tus emociones (y te conviertes, tal vez, en otra persona). Sin embargo, esa renuncia de un personaje a sus orígenes (por motivos emocionales, y no tanto políticos), se mezcla enriquecedoramente con la simplista lectura que otras personas hacen de aquellos que vuelven "al infierno" (así califica la mujer persa el regreso de su marido a su país, o el propio marido de la hija, que ha reconstruido su vida en China). Yilan, así se llama la joven china (averiguamos su nombre en una explicación telefónica de su padre, sin que le arranque aparentemente la más mínima emoción), vive en una casa desordenada y casi árida, que dice mucho de su estado emocional, y que provoca la inquietud de su padre. Un padre que guarda sus propios secretos, sus propias miserias y mentiras, que es consciente de no haber sido un buen progenitor y que reclama, de nuevo en otra secuencia memorable, una segunda oportunidad (una egoísta forma de expiar sus culpas) a través del alumbramiento de una nueva vida. Ambos actores nos regalan interpretaciones elevadas, cargadas de matices, que ayudan enormemente a que el final sea grande, y no solo esperanzador. Me gustó mucho de esta película su enorme respeto hacia los seres humanos, sean cuales fueren sus ideas o al margen de los errores que hayan cometido; no hay subrayados acerca de ningún abandono de un "infierno" para mostrar la llegada a un "paraíso", no hay buenos y malos, ni siquiera en sentido emocional. Es una historia de simples seres humanos, también en toda su grandeza.

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