jueves, enero 31, 2008

“Código 66” es una película del prolífico y heterodoxo realizador británico Michael Winterbottom. Se trata de una curiosa producción ambientada en un futuro, presumiblemente cercano, y que, aunque puede que solo satisfaga por completo a los aficionados al género, resulta una interesante historia que adopta una posición crítica sobre temas que no resultan tan lejanos -ni tan futuribles- como son: el sutil y progresivo control estatal -o por parte de grandes compañías especializadas en bio-genética- de la ciudadanía, incluso mediante una punición tan sutilmente aberrante como es la extirpación de la memoria; el cierre de fronteras a la inmigración -la protagonista es una falsificadora de “seguros” para poder viajar a otros lugares-; las intolerables desigualdades, con multitud de seres humanos condenados a vivir en un, literal, desierto, tratando de acceder a la sociedad del bienestar. Todo ello envuelto en una curiosa historia de amor que el sistema ha decidido imposible por lo que, finalmente, el abismo entre clases resultará prácticamente imposible de franquear; este aspecto de la historia, subjetivizado en sus dos protagonistas, merece otro tipo de análisis no menos interesante. Algunos elementos de la película -que, según creo no tiene ninguna base literaria pero parece ecléctica en su inspiración- harían las delicias de uno de los más grandes escritores de ciencia ficción como es Philiph K. Dick; sus obsesiones personales, repetidas en la mayor parte de sus novelas, parecen homenajeadas en “Código 96” al reflexionar sobre la verdadera identidad del ser humano, manipulado por elementos ajenos a él como son la tecnología, puesta al servicio de sistemas de control, o la drogas, perfeccionadas para substituir a las emociones humanas, con la consecuente fabricación de realidades virtuales.
El interesante universo de K. Dick encontró su mejor adaptación cinematográfica en “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982), historia donde unos seres, creados por la tecnología humana para servir de esclavos, se rebelan contra la mano opresora del hombre -o, concretando, contra el despótico “creador”- y son policialmente perseguidos durante toda la película por la autoritaria maquinaria estatal, de cuyo engranaje han decidido no formar parte en un proceso progresivo de humanización y autoconsciencia. Los autores de la adaptación fueron incluso más allá de la novela original e insinuaron que el policía protagonista -cuya feroz labor represiva es admitida por su propia voz en off al comienzo, eliminada en un montaje posterior- podía ser, igualmente, un “replicante” -término con el que se conoce a los seres creados gracias a los avances en bio-genética-. Otras costosas producciones de Hollywood, inspiradas en relatos de K. Dick, han tenido desiguales resultados como “Desafío total” (“Total Recall”, Paul Verhoeven, 1990), donde la manipulación de la memoria hace que el protagonista pase de héroe a villano en un interesante juego de identidades que escapa al maniqueísmo habitual de estas producciones, o “Minority report” (Steven Spielberg, 2002) que, sobre una premisa argumental interesantísima como es una sociedad futura donde se juzga a las personas antes de que cometan los delitos -acciones preventivas podrían llamarse para buscar la identificación con la bélica realidad de nuestros Estados-, el director patina lamentablemente en un, habitual en su filmografía, moralizante y falso final feliz que puede resultar, quizá, tranquilizador para las conciencias norteamericanas más pueriles que confían, finalmente y a pesar de todo, en el sistema por muchos errores que cometa. El mencionado Paul Verhoeven dirigió también en 1997 “Las brigadas del espacio” (“Starship troppers”), curiosa e infravalorada película que, traicionando con fortuna el clásico de la literatura de ciencia-ficción en que se inspira- resulta una perfecta sátira anti-militarista; no fue entendida por muchos que acusaron a Verhoeven de reacccionario y ultraviolento cuando resultan diáfanas las intenciones de situar a unos jóvenes protagonistas en una sociedad, de clara inspiración fascista, que adoctrina para unos valores jerarquizadores y beligerantes. Del mismo realizador es “Robocop” (1987), otra violenta producción que muestra un futuro cercano donde el crimen se ha disparado -es curiosa la crítica implícita que se muestra, en la mayor parte de estas producciones, a un sistema económico tremendamente desigualitario que no depara nada bueno- por lo que las técnicas policiales buscan perfección y, al mismo tiempo, rentabilidad al caer en manos privadas; es interesante tanto la denuncia de la perversión de la tecnología para un uso paliativo de aquellos males que provoca el mismo sistema, como la mirada crítica hacia la acaparación del poder en grandes corporaciones. Tanto en esta película como en “Mad max” (George Miller, 1978), mirada pesimista hacia la civilización humana con la situación de su trama en un escenario desértico post-apocalíptico, y a pesar del envoltorio violento y efectista, se equiparan las actitudes policiales y criminales en una interdependencia -la represión genera violencia- que parece suponer, finalmente, más de lo mismo para la raza humana. Uno de los grandes éxitos de los últimos años, ya en plena era digital, lo constituye “Matrix” (Hnos. Wachowski, 1999); otra visión negra del devenir de la conducta humana al haber sido devastados los recursos naturales; la película juega con reflexiones filosóficas tremendamente interesantes centradas en unos protagonistas que renuncian a una cómoda vida virtual -planificada por una inteligencia artificial que utiliza a los seres humanos como fuente de energía- demandando libertad y, consecuentemente, una vida real -una línea de diálogo dice: ”...cuando vayas al trabajo o la iglesia, desconocerás que es porque Matrix así lo ha decidido”-. Pero dejemos a un lado estas producciones recientes que, aunque con elementos sociológicos y políticos tremendamente interesantes, finalmente se sumergen en un mercado que termina por fagocitar todo elemento cultural y envolverlo de una industria del entretenimiento cada vez más banalizada.

Ya en el cine mudo se creó una anti-utopía como “Metrópolis” (Fritz Lang, 1926), considerada hoy una obra maestra, en la que se muestra la pesadilla de un futuro dominado por las máquinas y en el que la clase trabajadora ha sido aún más esclavizada. Se trata de un claro precedente de el mundo feliz escrito por Aldoux Huxley en 1931, el cual no ha tenido ninguna adaptación fílmica de enjundia -recuerdo una serie televisiva a comienzos de los ochenta que me impactó aunque era yo un chaval- pero resulta una obra de referencia y su influencia es clara en multitud de relatos literarios o cinematográficos que reflejan los temores de una sociedad futura hipertecnificada donde no hay cabida para el libre albedrío. Curiosamente, años después de ser escrita, Huxley escribió un prólogo donde se mostraba más optimista y querría haber mostrado la posibilidad para la humanidad de construir una sociedad cooperativa, de economía descentralizada -al modo kropotkiniano- y donde la ciencia y tecnología tuvieran un fin humanista y no acabará convirtiendo en esclavo al ser humano. Es curioso, como Huxley, y más tarde Orwell, tuvieron una mentalidad claramente progresista y, a pesar de ello o puede que por ello, mostraran su temor a la perversión de la tecnología y el socialismo -la Unión Soviética era ya una triste realidad- con la construcción ficticia de utopías pesimistas que eran el resultado del tiempo que les tocó vivir con sus grandes sistemas totalitarios. George Orwell, que simpatizó con el anarquismo al combatir en España, a pesar de considerarse socialista pero sin dejar a un lado su amor por la libertad, escribió su “1984” en 1948. Existen dos adaptaciones al cine: una de 1956, dirigida por Michael Anderson, de escaso presupuesto y ambiciones, y otra de 1984, preparada para ser estrenada el año en que el escritor situó su ficción con unas claras intenciones de denuncia no demasiado alejadas en el tiempo -“Un mundo feliz” transcurría seis siglos en el futuro-. “1984” puede que resulte la más realista de las utopías pesimistas jamás creadas, muy bien comprendido en la película de Radford con una estética nada futurista sino, muy al contrario, más propia de los años en que fue gestada la novela. Los temores de Orwell pueden parecer exagerados pero su crítica va más allá del totalitarismo y muestra cómo el poder se alimenta de sí mismo, anula al individuo negándole -o transformando- la información y muestra una sociedad constantemente amenazada -algo que nos resultará reconocible en la actualidad- donde difícilmente tienen cabida la libertad de expresión o, incluso, de pensamiento -así se llama un cuerpo policial del Estado-. Muy deudora de la obra de Orwell es “Brazil” (Terry Gilliam, 1985), aunque con una estética muy diferente e intenciones algo satíricas, muestra una sociedad perfectamente ordenada gracias a la permanente presencia del Estado -una estructura de vigilancia más sutil que en la pesadilla orwelliana, similar a la establecida por el filósofo Foucault, que garantiza la pasividad y el control del individuo- con un peculiar combatiente anti-sistema, interpretado por Robert De Niro, y un tranquilo burócrata que acabará, por amor, enfrentándose al Estado y negando su condición de gris pieza del sistema. “Farenheit” (François Truffaut, 1966) es una fiel adaptación de la novela homónima de Ray Bradbury; publicada pocos años después de “1984”, resulta una digna continuadora en la descripción de utopías terribles que resultan un desesperado canto a la libertad, realizado de nuevo con asombrosas predicciones: una sociedad conformista, con grandes pantallas de televisión en los hogares que buscan un placer inmediato que anule toda capacidad de reflexión, y proporcionan una información adecuada a los intereses del poder; los libros, como fuente de sabiduría, están proscritos por lo que existe un cuerpo del Estado -”firemen”, que se traduciría como bomberos, pero en su versión original en inglés tiene el doble sentido adecuado: “hombres del fuego”- que se dedica a la persecución y posterior quema del material literario. Otra obra del celuloide que da imágenes a un clásico de la literatura de ciencia ficción es “La naranja mecánica”, del excesivamente encumbrado Stanley Kubrick aunque con obras imprescindibles para la historia del cine; el futuro cercano que se plantea en la historia -por cierto, que parece que su traducción parte de un error, el original era el mucho más explícito de “El hombre mecánico”-, no por excesiva no resulta menos temible, retrata una juventud nihilista, violenta, racista, con plena inmunidad ante la indiferencia moral de la mayor parte de los ciudadanos que viven aislados en sus torres de marfil; el protagonista Alex, exponente de un comportamiento criminal, es detenido y utilizado en un proyecto científico-estatal que pretende, en una suerte de terapia conductista, controlar a los individuos para eliminar acciones indeseables; dicho proyecto resultará un fracaso y en un irónico final, Alex será víctima de sus antiguos compañeros de banda convertidos ahora en policías. En nuestras manos está el combatir la ausencia de valores -o valores negativos-, que supondrían caldo de cultivo para una generación de Alex kubrickianos, y estructuras de poder -muchas veces, llamadas democráticas- que pretenden anular el libre albedrío del individuo -cuyos límites, admitiendo la complejidad del asunto, solo deben estar en los del prójimo- conforme a intereses muy, muy sospechosos.

Pendiente de una jugosa adaptación cinematográfica está la novela de 1974, de la gran escritora Ursula K. Le Guin, “Los desposeídos”. Supone, como ya se ha dicho en alguna ocasión, una visión alentadora de la tradición utópica que transpira humanismo en cada uno de sus planteamientos y simpatiza con las ideas libertarias de forma inteligente y nada acomodaticia. En el planeta Anarres, una colonia de voluntarios exiliados ha creado una sociedad donde no existe gobierno ni autoridad coercitiva y los asuntos humanos se rigen por la solidaridad; naturalmente, dicha sociedad no está exenta de conflictos como es lógico y deseable dada la complejidad de las relaciones humanas. A unos cuantos años luz de Anarres, está el planeta Urras donde continúan con sistemas estatales como los nuestros y las desigualdades son cada vez mayores; el protagonista Shevek, brillante científico de Anarres, visita Urras, cuya clase dirigente desea aprovechar sus conocimientos para perpetuar sus privilegios; sin embargo, se encontrarán que Shevek resulta peligroso ya que representa una idea y una esperanza para las clases humilladas, la idea del anarquismo. A la novela de Le Guin, a pesar de plantear una gran esperanza para la humanidad, no le faltan advertencias sobre la conducta humana; en el planeta Urras se están repitiendo los errores que acabaron con la Tierra: explotación, odio, desconfianza, guerra, devastación... Las escritora no deja de analizar en su novela la posición de la mujer en las distintas estructuras sociales y hace una brillante reflexión, en suma, sobre las posibilidades del socialismo y el anarquismo.

miércoles, enero 30, 2008



Mario Camus es, en mi opinión, el mejor cineasta de su generación -a la que pertenecen, entre otros, Saura o Borau-. Demuestra un especial talento para las versiones en pantalla grande o pequeña de escritores como Calderón, Aldecoa, Galdós, Delibes, Lorca, Barea..., falla lamentablemente en la ambiciosa adaptación de La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza -lastrada por un horrible actor francés de apellido hispano-. Hombre parece que tímido y discreto, se ha dedicado a dirigir películas en los últimos años que tienen un indudable interés, pero que no han supuesto grandes éxitos, no han acaparado demasiada atención mediática ni le han terminado de otorgar a Camus el prestigio que merece. Destacan sus análisis, para nada distantes ni faltos de valentía, de la banda terrorista ETA en Sombras en una batalla -donde también aparece el terrorismo de Estado- o en la más reciente La playa de los galgos; Adosados es un cuento terrorífico que muestra el patetismo y debilidad de la vida familiar en la modernidad, que tiene su origen en una novela de Felix Bayón; El color de las nubes puede considerarse una película de propósitos similares a su última producción, El prado de las estrellas, fábulas morales de ritmo pausado, que contienen varias historias y situadas en los hermosos parajes cántabros.

El prado de la estrellas es una decepción a medias. Se puede decir que la película es lo suficientemente hermosa y vitalista para que la balanza se decante del lado positivo frente a lo que yo creo que son importantes defectos. Recuerdo un comentario de Belén Copegui en el que sostenía que cuando se acusaba a una película de ser excesivamente discursiva era porque no gustaba de lo que estaba hablando. No le quiero quitar razón a la escritora, máxime en este país tan plagado de reaccionarios que acusan a los cineastas de hacer excesivo "cine social" -ya me contarán qué significa tal cosa- y de estar vendiendo continuamente ideología -me dirán qué ideología es esa, mejor no porque prefiero no oir tonterías-. El caso es que la nueva película de Marío Camus tiene un hermoso discurso que subscribo, pero donde hay quizás demasiadas intenciones didácticas y excesivo énfasis en la defensa de los sentimientos e intenciones de los personajes centrales -¿es necesario dejar clara la independencia de la chica hasta el punto de que sus dos pretendientes sean tan obtusos?-. Tal vez haya sido la intención del experimentado escritor y cineasta mostrar a los personajes que representan ese terrible progreso, un capitalismo depredador que acabará con la buena memoria, de una manera plana y grotesca, con una maldad extrema -esos hijos de la anciana sin ningún sentimiento, esos lacayos más dignos del contexto de Los santos inocentes...-, pero a mí me hizo revolverme en mi asiento. Lo que representan esoso personajes "negativos" es igual de terrible aunque se les hubiera dibujado con algo de humanidad. Resulta hermosa la integración del deporte con la naturaleza y ese volcarse de unos ancianos en un joven con talento para una actividad, al que tratan de inculcar pasión por la vida en general -ese profesor, también estereotipado, pero no exento de simpatía-, pero de nuevo me pregunto si es necesario que se sacrifique la credibilidad y se caiga en un maniqueísmo que bordea el patetismo cuando se muestra de nuevo el tópico de unos profesionales torpes o malvados -esta vez, de profesión periodística-. Una película tal vez demasiado ambiciosa, con sus elementos no muy bien ensamblados, con interpretaciones desiguales, pero de hermosos parajes -en los que se recrea gracias al ciclismo- e intenciones. En una película supuestamente fallida de Mario Camus podemos encontrar más cine que en gran parte de las producciones que haya en ese momento en cartelera.


Como curiosidad en su extensa carrera cinematográfica y televisiva, como director y guionista, hay que mencionar un "western" dirigido a principios de los 70, situado en la Valencia de finales del siglo XIX y protagonizado por Terence Hill, el cual interpreta a un pistolero contratado por los caciques del lugar para asesinar a un agitador -en sus emotivos discursos pueden reconocerse textos literales de... ¡Durruti!, simpático guiño que pasaría desapercibido a los imbéciles de la censura-.

domingo, enero 27, 2008

Antes de acercarme a ver la última película escrita y dirigida por Paul Haggis, En el valle de Elah, apenas había leído algún comentario sobre su calidad indiscutible y lo devastador de su crítica hacia ese horror que es la Guerra de Irak. Un comentario del propio guionista y director en el que dejaba claro que había tratado de ser respetuoso con el ejército me hacía temer lo peor. Una vez vista, me ha demostrado una vez más que no hay nada como contemplar una obra apartado de prejuicios y dejar a un lado los clichés. Porque los clichés de la derecha sabemos de sobra que son reduccionistas, en el mejor de los casos, o falsarios las más de las veces, pero muchos de otros lugares comunes, pretendidamente progres algunos de ellos, obstaculizan un análisis serio de la realidad: atribuir todos los males a la actual Administración estadounidense -como si con un gobierno demócrata la política exterior fuera a ser muy diferente-; o la crítica a una guerra "por haber sido una equivocación", es decir una invasión militar que obedece a intereses geoestratégicos y económicos, con el subterfugio derechista de ser una intervención necesaria para acabar con un dictador -de lo de las armas de destrucción masiva ya no se acuerda casi nadie-, es "criticada" por haber convertido la zona en un polvorín y por haber causado numerosas víctimas civiles -bueno, en esto no se insiste demasiado, la auténtica cifra de muertos puede que no la sepamos nunca-. Miren ustedes al Partido Popular de este país, ese monstruo conservador de raíces franquistas, contemplen ustedes a esos políticos que muestran ahora su cara más amable de cara a una nueva pantomima electoral y que formaban parte de un gobierno que comenzó una guerra infame -¿hay algun gobierno que no inicie su particular guerra?, ¿hay algún conflicto bélico que no resulte perverso?- y cómo nos mostramos impotentes a la hora de pedir responsabilidades a esa panda de tecnócratas mediocres, viles hombrecillos cuyos actos gobernantes afectan a la vida de las personas como a peones de una partida de ajedrez y se empeñan en que no tengamos apenas memoria y empleemos nuestros tiempo diario en temas baladíes. Es decir, como dijo una vez Mariano Rajoy, y como insisten continuamente ciertos medios -basándose, tal vez, en la instrumentalización que del conflicto pudieran haber hecho otros grupos políticos-, la Guerra de Irak es "algo del pasado", todo el sufrimiento que ha causado y que sigue causando debe ser una especie de fenómeno de la naturaleza, para nada consecuencia de las decisiones de una clase dirigente benévola.
Perdonen ustedes la pequeña digresión y el feroz discurso sobre el tema en cuestión, pero quería realizar una declaración de principios antes de tratar de analizar una película que me ha entusiasmado: cuando veo una intención anti-belicista en una obra, deseo que la crítica vaya más allá de la visión humanitaria, que suele humedecer ojos pero que no creo que cale demasiado en el intelecto humano, y nos haga ver lo perverso de la institución militar -y cuanto más incisiva, mejor-. Es decir, basta de análisis donde se focaliza la culpa únicamente en determinados elementos indeseables que se exceden en el ejército, y éste se ocupa finalmente de limpiar su propia mierda, y abunda, por lo tanto, en la legitimación de una institución -y, por extensión, de un mundo injusto- que no es sino el brazo armado de los Estados, es decir, allí donde el autoritarismo, la coerción y la violencia se manifiestan abiertamente. Esta película lo consigue en gran medida, aunque lo que no deja claro -sería ir muy lejos, y supongo que Haggis quiere volver a trabajar en un futuro- es que si las iniquidades que realizan los envilecidos soldaditos en las guerras son el "pan nuestro de cada día", hay toda una jerarquía militar que acepta tamañas barbaridades como inherentes a la naturaleza bélica. En la película, con todo lo que tiene de agradecimientos y dedicatorias, se vislumbra tal cosa, y voy a tratar de explicar por qué yo he entendido eso y por qué la crítica de la película al patriotismo y militarismo va más allá de un conflicto concreto.
Paul Haggis es un tipo de reconocido talento, sus últimos guiones dirigidos por Clint Eastwood son de una calidad indudable y su película anterior, Crash, aunque cinematográficamente discutible para mí en algunos momentos, tenía tal fuerza y un discurso tan contundente -ya saben, la misma policía que cuida de nuestras vidas es capaz de jodernos en cualquier otro momento-, que hacia prever una prometedora carrera como director de un hombre con ganas de indagar en la basura de una sociedad con evidentes patologías. Efectivamente, En el valle de Elah no decepciona al respecto. El argumento comienza con el ejército comunicando a un hombre -un inmenso Tommy Lee Jones- que su hijo marine destinado en Irak ha desaparecido de su base. Jones compone un personaje que transmite verosimilitud contextualizado en la nación más poderosa del planeta: ex-policía militar, hombre conservador, religioso, con la firme convicción de que su hijo ha ido a instaurar la democracia en aquel país y, como veremos más adelante, racista y violento cuando cree dar con el hombre que ha asesinado a su hijo -"espalda mojada" es un término repugnante, clarificador al respecto, y que nos recuerda otra buena película dirigida y protagonizada por él mismo Jones, y escrita por el ahora prestigioso Guillermo Arriaga: Los tres entierros de Melquiades Estrada-. Un hombre que sufrirá una evolución, de la nada más absoluta en la que se sostiene todo lo que cree a la terrible realidad. El detalle inicial de la bandera -la bandera de las barras y estrellas-, izada al reves y corregida por el protagonista -el cual explica qué significa tal cosa, importante retener esto para estremecerse al final del film-, servirá de emotivo colofón a la historia de un hombre que ha descubierto que sus convicciones estaban sustentadas en el horror y la mentira; descubrirá que el concepto de héroe y el enfrentamiento con los monstruos, que sirve de bella metáfora en el cuento bíblico que da título al film, supone un mirarse en el espejo y recibir una sobredosis de una terrible realidad que nos transforma tal vez para siempre. Haggis nos muestra qué es lo que hay que hacer con las banderas -es decir, con los nacionalismos-, sucias, putrefactas, símbolos decadentes de una humanidad dividida y de un mundo injusto. Recomiendo disfrutar de cada momento de esta película, que bebe de la mejor serie negra, con un guión excelente en el que cada pequeño detalle -como el del apodo del marine desaparecido, absolutamente terrible- cobra sentido al final de una obra en la que es difícil encontrar imperfección alguna.

miércoles, enero 23, 2008


Me acabo de enterar de la muerte de Heath Ledger, un buen actor australiano con un físico destinado a adornar carpetas de adolescentes y que, sin embargo, los papeles que estaba eligiendo y la profundidad que aportaba su talento hacían prever una gran carrera alejada de frivolidades.


Su debut en el cine con El Patriota hizo que las numerosas carencias interpretativas de su paisano Gibson fueran más evidentes, otras películas posteriores se recuerdan en gran medida por el buen hacer de Ledger. Papeles secundarios en buenos films como Monster's Ball o Los amos de Dogtown, con Ledger dando vida a personajes atormentados -que, quizá, vistos ahora, con el trágico fallecimiento del actor, resultan doblemente tristes-, contribuyeron a dotar de solidez a su curriculum cinematográfico.
Se está hablando de Brokeback Mountain como la definitiva consolidación del actor, emotiva obra donde Ledger componía un gran rol y dotaba de alma a un personaje violento, inhibido, complejo y, de nuevo, atormentado. Su nueva película, en fase de post-producción, prometía y mucho: The Dark Knight, la nueva entrega del hombre murciélago, dirigida de nuevo por Christopher Nolan, donde interpretaba al payaso sociópata The Joker.


El trailer que se está proyectando adelantaba un duelo interpretativo de altura con otro actor joven como Christian Bale -espero que hayan jugado con lo mucho que tienen en común los dos personajes que interpretan-, y donde Ledger parece componer -el malditismo de la carrera del australiano estoy seguro que llevará a ver el film con tremendo morbo-, de nuevo, un rol impagable más cercano a la gran novela gráfica The Killing Joke que al colorismo esteticista de Tim Burton y Jack Nicholson del primer Batman dirigido en 1989.

sábado, enero 05, 2008

Si uno pudiera ser piel roja, siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido sobre la tierra estremecida, hasta arrojar las espuelas, porque no hacen falta espuelas, hasta arrojar las riendas, porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo.
Franz Kafka


Estas palabras se oyen al final de El deseo de ser piel roja (Alfonso Ungría, 2001), con la voz de un Pepe Sancho inmenso. Ungría utiliza como premisa este texto de Kafka para construir una película, en muchos aspectos fascinante, que trata de reflejar el ansía de libertad del hombre y su pesar por los paraísos perdidos. Es un argumento valiente de un film, que, por lo visto, tuvo problemas para estrenarse el año de su producción, al coincidir con los terribles atentados del 11 de septiembre. El terrorismo, sin lectura política, con intenciones simbólicas (pero no por ello menos delicado el asunto), está presente en una película en la que recupera a un personaje (interpretado, en esta ocasión, por un buen actor, muy popular en la actualidad por cierta serie televisiva, como es Miguel Hermoso) que ya había visitado, en su versión adolescente, en África (1996), un personaje errático, recluido en la ciudad de Tánger, que se encuentra con un misterioso hombre interpretado por un grandioso Pepe Sancho, que parece una versión madura de sí mismo; la pareja de este último, interpretada por la siempre eficaz Marta Belaustegui, completa un trío de personajes marginales, perdedores si se quiere, pero que continúan soñando pese a todo. El deseo de dinamitar el progreso, que parece haber acabado con los bellos momentos, se descubre finalmente como una falacia (al menos desde el punto de vista moral: "no se trata de lo que es bueno o es malo", dirá el personaje de Sancho, en atención a los espectadores moralistas), una visión de un gigante que no es más que un molino de viento (bueno, o su equivalente en esta ocasión), lo cual no elimina motivación a la osadía del acto. Muy bellos momentos tiene la película, destacaré esa vuelta momentánea al hogar del hijo pródigo, de una tristeza que hiela el corazón, y donde brilla con luz propia la actriz Alicia Hermida. Alguna secuencia que parece arbitraria no empaña demasiado la belleza de una película mal distribuida en su momento, creo que no muy reconocida, dirigida por un cineasta al que etiquetan como "maldito", y que tal vez no es un film redondo, pero tiene la fuerza y los valores suficientes para brillar en la triste industria de este país (y eso con cuatro euros, donde hay talento que se quite lo demás).